El otro día tuve una intensa y amena discusión con mi cuñado que se alargó más allá de la sobremesa. Entre réplicas y contra-réplicas se nos pasó “Saber y Ganar” y casi juntamos el café con la cerveza. Está haciendo un curso muy interesante sobre “coaching», anglicismo que la web define como: “el arte de facilitar el desarrollo potencial de las personas para alcanzar objetivos coherentes y cambios en profundidad”. Según mi cuñado arrastramos formas de actuar y comportamientos adquiridos para satisfacer siempre lo que los demás esperan de nosotros, y nos olvidamos de vivir como realmente nos gustaría. En resumidas cuentas, alimentamos a un saboteador interno que se disfraza de pereza, de comodidad, de inseguridades y de tantas otras actitudes ya congénitas que nos impiden sacar a relucir lo mejor de uno mismo.
Todo esto lo entiendo y lo comparto, es más, lo asumo plenamente como propio; hay temporadas que me las paso buscando excusas y culpables para no afrontar lo que realmente deseo hacer, y días que me gustaría tirar por la borda todas esas responsabilidades prescindibles que me busco y poner en práctica la canción de Sabina: «que gane el quiero la guerra del puedo». Ahora bien, lo que no participo con mi cuñado es la idea de poder llevar a cabo cambios en profundidad en un adulto, y menos aún en la madurez. A ciertas edades no nos cambia ya ni un milagro de Lourdes y ese boicoteador personal se ha convertido en un miembro más del organismo. No obstante, para poder rebatir a la familia política con argumentos, he indagado en artículos científicos de peso sobre el tema; de lo contrario me juego la Nochebuena, las hojaldrinas y el Pedro Ximénez (que ya son palabras mayores).
Alrededor del 40% de los rasgos de la personalidad derivan de los genes heredados, de ese legado temperamental de nuestros antepasados. La mala sombra y la bondad se trasmiten, y en todas las familias se reconocen talantes repetitivos. Es bonito saber que algunos rasgos constructivos, como el extrovertismo y la emotividad afable, se heredan en mayor porcentaje que la agresividad y las malas pulgas; la genética hace aquí una discriminación positiva y viene a confirmar aquello de: «hay mucha más gente buena que mala». No obstante, en ocasiones aparecen enfermedades con una tremenda carga hereditaria, como la depresión crónica o la esquizofrenia, que pueden determinar completamente la identidad y propiciar una vida marcada por el sufrimiento. En resumidas cuentas, ese conjunto de cromosomas que bailan por nuestras células marcan el ritmo de lo que somos, y aquí no hay vuelta de hoja: lo que Natura no da, Salamanca no presta. Ahora bien, queda un 60% de nuestra personalidad al arbitrio de los factores ambientales: la familia, el lugar donde uno ha nacido y crecido, la posición que ocupas entre los hermanos, la cultura, los amigos, y sobre todo las experiencias que se han vivido en la más tierna infancia y adolescencia. La mayoría de los pedagogos y psicólogos coinciden que se llega a la mayoría de edad con un esqueleto formado por esa mezcla de temperamento y carácter que ya nos acompañará el resto de nuestra vida. Y he aquí el objeto de nuestro debate: ¿podemos cambiar? Los expertos coinciden que muy poco; lo que cambian con el tiempo son nuestras prioridades, y de ahí la maravillosa capacidad de algunos de ir sacando conejos de la chistera y cartas de la manga para afrontar nuevas inquietudes, dosificando los talentos y dando la apariencia de ser personas renovadas.
La mayor necesidad del ser humano, más aún que alimentarse todos los días, es contar con la aprobación, la simpatía y el afecto de los demás. ¿Quién no está ávido de aprecio y reconocimiento? Yo soy de una generación educada en tiempos que aún no se hablaba de la inteligencia emocional; por padres que procedían a su vez de progenitores para los que la felicidad era cosa de ricachones y señoritos. La autoridad se respetaba tanto en casa como en el colegio, y los halagos brillaban por su ausencia: nadie te iba a felicitar por algo que consideraba parte de tus obligaciones. La gestión del talento se focalizaba en defenderse de los chulitos de la clase, mientras que la autoestima se fortalecía a base de bravuconadas que ponían en riesgo la propia integridad física. Las madres de mis compañeros venían a recogerles al colegio en bata, con los rulos puestos y las alpargatas de andar por casa. Ninguna destacaba por amorosa, y si alguna de ellas hubiera llamado en público “cariño” a sus hijos, nos habríamos cachondeado hasta el infinito y más allá.
Con toda esa carga emocional llega uno a la edad adulta y pasa lo que pasa: somos la generación que llena los cursos de coaching, de mindfullnes, de Hatha yoga, y que consume los malditos libros de la saga de los Punset. La sociedad ha tejido una red compleja para convencernos que hay que perseguir el éxito a toda costa y que nuestro objetivo en la vida es cosechar triunfos. Esta filosofía no solo favorece el consumo, sino que aísla aún más al individuo, al verse en la continua necesidad de demostrar cansinamente sus supuestos talentos. Este proceder suele causar rechazo en los demás, ya que no hay nada más penoso que dar autobombo a la propia mediocridad. En esta tesitura considero que andamos más perdidos que la madre de Marco y algunos estamos ya buscando un contra-coach para gestionar los fracasos.
En una mina portuguesa leí hace algunos meses una cita de Tolstói que me hizo pensar: «La persona es como una fracción cuyo numerador corresponde a lo que realmente es, mientras que el denominador es lo que cree ser. Cuanto más grande es el denominador, más pequeña es la fracción». El escritor ruso no sólo era un apasionado de las matemáticas, sino que conocía muy bien el alma humana. Quizás la madurez consista en eso, en mantener siempre el índice de Tolstói igual o mayor que la unidad; y la verdadera felicidad en algo tan primitivo como conseguir definitivamente la adaptación con tu entorno tal y como eres. .
Le pregunto a mi cuñado la diferencia entre un coach y un buen amigo. Está preparado para este tipo de cuestiones. Me responde que el primero es un profesional, y sabe bien las pautas a seguir para acompañarte hacia el objetivo. Por el contrario, el amigo no es imparcial y se involucra demasiado en los sentimientos. Ahora que la soledad se define ya como la gran enfermedad del siglo XXI, ¿en qué momento hemos llegado a despreciar la implicación afectiva? Pienso sinceramente que la verdadera autoestima se forja a medida que mejoramos la calidad de nuestras relaciones y que recibir un buen abrazo es un indicio tangible del buen camino que lleva el engrandecimiento personal.
Aquellas madres de alpargata de mi infancia practicaban largas horas el comadreo, la pura esencia de la inteligencia emocional y la terapia de grupo más eficiente y barata del mercado. Bien es cierto que ponían de vuelta y media a todo el que se pusiera por delante, pero había un trasfondo de «melé» femenina, de apoyo, defensa y empuje. Hoy vemos a grupos de señoras primorosas, ya abuelas, departiendo largas tertulias en las cafeterías; allí no solo revisan los logros y hazañas de los nietos, sino que comparten sus preocupaciones, se ayudan en las dificultades y se acompañan en las alegrías. Ellas representan el último reducto de cordura.
Para terminar debo confesar que he cotilleado por internet los cursos de formación que ofrecen en los partidos políticos españoles, y el coaching está a la orden del día. Es un hecho constatado que las enseñanzas no han calado mucho entre los candidatos, ¿o sí? En la clase política española el índice de Tolstói tiende a cero y hay un exceso de egos tal que ya no cabe más vanidad en el Congreso. Digo yo que mientras se ponen de acuerdo los Cuatro Jinetes del Apocalipsis en este circo de mediocridad, podemos proponer un Go-PrA (por seguir con los anglicismos de moda); esto es, un Gobierno Provisional de Abuelas que ponga algo de sensatez a la situación.
……. No sé si finalmente habrá nuevas elecciones esta Navidad, lo que está claro es que me quedo sin las hojaldrinas y el Pedro Ximénez.
© Fotografía. Gave me happiness. Sabine Weiss.
- Bibliografía: Genetic Influence on Human Psychological Traits: a Survey. Thomas J. Bouchard, Jr. 2004. Current Directions in Psychological Science, Volume 13—Number 4: 148-151.