Nuestra casa es estrecha y estirada. Tiene seis balcones apilados que dan a una plazoletilla donde crece un magnolio centenario que florece a destiempo echando claveles amarillos. Los seis inquilinos atesoramos 27 años de convivencia, lo que nos consolida como una comunidad de vecinos bien avenida. Tal es así que el patio interior es un entramado de cuerdas de tender -en todas las direcciones y ángulos- por donde intercambiamos libros, alimentos, medicinas y cachivaches varios.
El vecino del cuarto, Rufino Pino, es tan alto que tiene que sacar los pies por el balcón para dormir. Amanece el pobre con los dedos cubiertos de plumas de golondrina y cagadillas de paloma. La comunidad le propuso enrollarle un frontal minero en el dedo gordo para iluminar el portal por las noches. Ahora somos la casa mejor alumbrada de la calle. El problema es cuando Rufino se da la vuelta durante el sueño, ya que ilumina la rama más alta del magnolio donde duerme el mono de los sordomudos, que se despierta hecho un basilisco.
Por el contrario, Consuelo Arrapiezo, la del segundo, es la mujer más pequeña del barrio. Sólo ella se puede colar en la cripta del edificio sin agachar la cabeza. Allí ha terminado de acondicionar un refugio antiaéreo donde hizo acopio de latas de berberechos, paquetes de azúcar y garrafas de aceite. También está montando una pequeña biblioteca para atenuar el aburrimiento en caso de ser invadidos por los rusos.
Los vecinos del quinto y el sexto son los hermanos sordomudos. Viven por separado, aunque instalaron un tubo de bomberos para conectar las dos plantas. De esta forma, Trípoli, que así se llama el mono, se mueve con libertad por ambas casas lanzando gritos selváticos y escupiendo pétalos de clavel. Cuando alguien llama al timbre de los sordomudos, se enciende en el salón una ristra de bombillas de discoteca. Es allí donde organizamos los guateques de la comunidad.
En el piso más alto vive Pepita Fandango, una bailaora de flamenco que se pasa el día zapateando sobre el techo de uno de los sordomudos, que afortunadamente no se entera de nada. En la última fiesta nos deleitó con unas bulerías de Cádiz meneando el mantón con una mano y el abanico con la otra, mientras Consuelito abría unas latas de berberechos que se había subido del búnker. Tuve que arrancar mi destartalado dos caballos para llevarles a las urgencias del ambulatorio.
Aquí entro yo en juego, el vecino del tercero, y el único que tiene coche. Los viernes por la tarde les doy un paseo por la costa para airearnos y desfogar las tensiones de la semana. Abro el techo del dos caballos para que Rufino pueda sacar la cabeza y acomodo a los otros cuatro en los asientos de atrás. El maldito mono se encarama por los retrovisores y alarga la mano para conectar los 40 Principales, que resuenan a todo volumen por el Paseo marítimo.
Parece ser que una familia con niños ha comprado el primero. Me apuesto lo que sea a que no aguantan ni una semana. Como los anteriores…
Foto: ©Buzarewicz
3 Comments
La gente está perdiendo la buena costumbre de comentar «dentro» , pero ellos se lo pierden. Bien pensado, vivir en el primero no debe de estar tan mal… Avisa cuando se marchen los nuevos inquilinos
Muchas gracias, Rosa, por este nuevo toque de humor inteligente. Que buena falta nos hace.
Un beso enorme.
Gracias por hacer uso de esta sección de «comentarios». No se si aguantarás en el primero… Aburrido no vas a estar. Gracias a ti siempre.
Acabo de volver a tus lecturas y me he encontrado con este realismo mágico propio de los grandes…Que maravilla contar con tus relatos y espacir la mente a lugares tan maravillosos como esta comunidad.