La pareja de loros de pico rojo se escapó de la jaula en un descuido de su dueña. Varios meses atrás, un desalmado les arrancó de su palo de aguacate para meterles en la bodega de un avión rumbo al «progreso». Para que nadie oyera su canto lastimero, primero sellaron sus picos con silicona para encerrarles después en una caja de zapatos con tres vueltas de cordón. Trescientos euros pagó por ellos doña Jacinta Palomino, la sordomuda del barrio, que tenía la esperanza de aprender a conversar en el idioma de los pájaros.
Esta primavera ha llegado una tribu de golondrinas, después de años sin dar señales de vida. Son también migrantes subsaharianos que sobrevuelan más de tres mil kilómetros para florecer en estas latitudes. Los mayores dicen que las golondrinas son las embajadoras del viento y traen en sus alas el aroma de la sabana y los sabores del Nilo. En la verticalidad de la ciudad, observo cómo construyen sus adosados de barro para albergar a la prole, que aún está por venir. Doy fe que ponen mucho empeño en ambas tareas.
Los gorriones entran y salen de los huecos que dejaron los mechinales en la muralla vieja, con un alboroto de trinos y revoloteos. Nos anuncian la fugacidad del tiempo y retienen en la memoria haber sido, en otra época, los reyes del aire. Palomos y urracas les arrebataron el trono, como suele ocurrir en todas las monarquías.
A falta de loros, doña Jacinta Palomino ha adoptado un trío de murciélagos, a los que deja dormir en su azotea colgados de las cuerdas de tender la ropa. Emiten sonidos en la misma frecuencia que las ballenas roncales, en sintonía con los únicos ecos que puede escuchar la Palomino. Ella les despierta con un batir de palmas rocieras y ellos le responden con ultrasonidos de adolescentes remolones. Se merecen un respeto: son los únicos mamíferos de la Tierra que pueden volar.
Desde mi palo de aguacate puedo observar el reino de los cielos. Hoy se paró en mi ventana un escribano cerillo, con su librea amarilla e ínfulas de catedrático. Me trajo una gota de agua con el rumor del río y una hoja de papel donde certifica el nacimiento del primer polluelo de la parejita de loros. La primavera viene este año latiendo con fuerza.
Fotografía: ©Hantar Mantar
8 Comments
Rosa,
Este mini relato me ha conmovido, ha sido una explosión de primavera en el corazón, que junto con un día soleado en Palma se convierte en todo un regalo dentro del confinamiento.
Gracias por tus regalos que evocan lugares, olores y colores…magia.
El poder de las palabras cuando las juntas con cierta armonía. ¡Cuántas cosas me había perdido hasta ahora! Nunca había tenido tiempo para espiar a los pájaros. Va a resultar que el tiempo es un regalo.
Gracias Dulce, haces honor a tu nombre.
La naturaleza, lentamente pero con fuerza imparable, muestra a los seres humanos que, no hay que ser sprinter con super calzado de adidas, para ganar esta carrera de la vida; más bien hay que ser corredores de fondo y lo que menos importa es el precio del calzado. Muy caro el precio pagado por esta sociedad actual, al cambiar de lugar a los seres que viven dentro de esta gran arca de Noe.
Bien cierto ese sprint al que nos hemos acostumbrado. Paremos más y perdamos el tiempo. Si algo me está enseñando este encierro es que dejo pasar por delante de mis narices lo importante. Más pajarillos, árboles, plantas….
Gracias Antonio.
Esta vez me sobran los comentarios porque me faltan las palabras. Solo puedo decir: gracias, Rosa, por acercarnos la primavera a nuestro encierro.
P.S.: a ti y a todos los lectores y corresponsales, quedaos en casa, que ya falta menos.
Un abrazo virtual.
Ha sido el encierro quien nos ha acercado la primavera, querido Pedro.
Ya falta menos…..
Un gran abrazo para ti.
Todas las ciudades se inundan de pájaros!!! Gracias, comparto con l@s amig@s. Un fuerte abrazo??
Gracias siempre, Margalida. ¡¡¡Gràcies!!!!