Juanito Torbellino fue de esos niños cansinos, inquietos y alocados, que hoy sería carne de cañón para los psicólogos infantiles. Ya le hubieran puesto la etiqueta de numerosos trastornos con abreviaturas en mayúsculas y recomendado pastillas de todos los colores para aplacar su naturaleza salvaje. En aquellos tiempos era -simple y llanamente- un niño travieso y la única medicación que tomaba era el juego a demanda. Tal era su actividad que cuando Juanito por fin se dormía, los padres daban un largo suspiro que traspasaba las paredes de la casa. Era la señal de que la paz había llegado al vecindario.