Seiscientas millas hacia el sur del Cabo de Hornos, en las blancuras de las Shetland, destaca una pequeña isla negra con forma de herradura. Su nombre es decepcionante. Por el estrecho canal de entrada, silba el viento con fuerza para arremolinarse en las orillas de la caldera. El silencio volcánico es allí un océano. La tierra de esta región circumpolar no tiene dueño, pero sí una soberana: la foca Globigerina, que tiene su trono dorado en la Caleta de los Balleneros.
Globigerina es un caso perdido. Duerme en la playa hasta bien entrada la mañana y el único esfuerzo que realiza es remover la arena con el culo para atinar con las fumarolas. Le gusta tomar las aguas antes del almuerzo. Globigerina es la mascota de la base científica española y la niña favorita de Juan Mari, el cocinero de la expedición, que cuenta en su haber con tres estrellas Michelín. El menú favorito de la Globi son las croquetas de calamares y el estofado de ternera con guarnición, las especialidades del vasco. Desde que está domesticada, la foca no se aventura a la mar y ha perdido todas sus habilidades para la pesca.
Este verano austral, el Hespérides hace su entrada bajo las órdenes de la Hormiga Atómica, una mujer de claras convicciones y recia disciplina. Entre sus primeros preceptos está la prohibición de alimentar a los animales salvajes, bajo pena de regreso inmediato a Ushuaia en el barco de los rusos. Esto último acojona mucho, porque los soviéticos navegan sobre las viejas tartanas de la Guerra Fría y –según cuentan- nadie puede soportar el olor a pies de los camarotes.
Globigerina merodea por la base reclamando su comida. Los barritos de la foca se escuchan durante toda la noche, así como los coletazos que arremete contra las puertas de latón. La Hormiga Atómica ordena cercar la base con un cordón sanitario de 200 m. Al tercer día de hambre, la Globi se come los cables de los sismógrafos, pisotea la estación meteorológica y arrambla con la instrumentación científica. La comandante se encarga personalmente de arrastrar a la foca con la zodiac hacia un islote cercano. Exiliada. Al atardecer, Globigerina está de vuelta. Se venga clavando los dientes en las barcas hinchables que duermen sobre la orilla.
Una mañana, mientras hace su cotidiana tabla de gimnasia, la jefa observa cómo la foca se sumerge en el agua y regresa con un bacalao. La Hormiga Atómica se relame del éxito. De lo que no se percata la atleta es de la desaparición del buque oceanográfico. A esas horas, el Hespérides navega dando tumbos por el mar de Weddel, a punto de quedar atrapado entre las fauces del hielo. La foca mordió los amarres durante la noche y arrastró el barco a mar abierto.
Temerosa de la llegada del invierno, la Hormiga Atómica lanza por la radio un grito de socorro. «Mayday, Mayday» resuena en todas las bases científicas. Afortunadamente, la expedición española está a salvo: el capitán Tufoski, el más laureado de la Marina rusa, viene al rescate en su calesa flotante.
Concentrados en la popa, los españoles improvisan una fiesta de agradecimiento. En realidad, se hacen los locos para no bajar a los camarotes. Desde la orilla, y rodeada de pingüinos, les despide Globigerina meneando la cola. La muy puñetera tiene una sonrisa que no le cabe en el cuerpo.
Foto: Globigerina en la Isla Decepción. Autora© Ana. C