En un encuentro de escritores noveles, que no jóvenes, donde casi todos superábamos lo que mis amigos mallorquines llaman el bell mig de la vida, conocí a una señora muy singular que debía haber cruzado ya la barrera de los setenta. Era de un país de la cordillera andina y arrastraba las palabras –casi sin respirar- en un castellano primigenio. Se dormía entre las pausas porque andaba más preocupada en soñar las historias que en escribirlas. Sin embargo, en los cafés se desquitaba haciendo gala de una literatura oral desproporcionada, rica en matices y alocada en argumentos.