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Literatura

La amistad

24 octubre, 2020
La amistad

Jacinta y Herminia fueron compañeras de pupitre durante los pocos años que pudieron ir al colegio. Aún se peinaban con trenzas cuando ya recogían patatas como jornaleras en las frías tierras de un señorito. Al ser buenas mozas, se casaron pronto con dos muchachos del pueblo; ambos propietarios de tierras colindantes. Los maridos se guardaban un odio ancestral por unas disputas sobre las lindes, esas herencias envenenadas que tanto abundan en los pueblos. Ellas hicieron oídos sordos a las inquinas familiares y decidieron amadrinarse como los líquenes en los árboles, para resistir mejor a los embates de la vida.

Entre las dos criaron a once hijos, que iban y venían de una casa a otra saltando la linde. Las criaturas se amamantaron de los cuatro pechos y aprendieron a caminar bajo la guía de los cuatro brazos. Como Jacinta sabía entonar, sus dulces cantos aprovechaban las térmicas de la noche para colarse por las ventanas y adormilar a los niños.  Cuando murió el hijo más pequeño de Herminia, se escucharon los mismos gritos desgarradores en ambas casas; ese llanto ronco y profundo que sale de las mutiladas entrañas de una madre.

Tras echar la última palada de tierra al segundo marido, las viudas derribaron la muralla de alambre y soltaron las vacas a pastar libremente, porque ni la hierba fresca ni la lluvia que la moja pertenecen a nadie. Al atardecer, se tumbaban en el arriate que un día fuera frontera, para romper con sus carcajadas las miserias de los hombres. Soñaban entonces con viajar a París y contemplar desde la Torre Eiffel la envergadura del Mundo.

Entre los diez hijos juntaron el dinero para el viaje, con asientos en clase preferente y una lujosa habitación de hotel en los Campos Elíseos. Las dos campesinas, que jamás habían salido de la comarca, se adentraron en el corazón de París con la ilusión de un par de colegialas. Alquilaron los servicios de Suleimán, que las paseó en su taxi por los bulevares parisinos como si fueran dos emperatrices. Las comadres, no solo acabaron con la reserva de cruasanes de las boulangeries, sino que no dejaron un solo rincón a las orillas del Sena por fisgonear. A los siete días de tanto disfrute, el sirio las dejó en el aeropuerto Charles de Gaulle con una reverencia.

Desde los ventanales de la terminal, los hijos vieron la bola de fuego.  Ellas se agarraron muy fuerte de la mano cuando se precipitó el avión. Sin hablar, y con tan solo una rápida mirada, se dieron las gracias por tantos años de amistad. Curiosamente no se escuchó una detonación, sino una melodía azul que envolvió los campos de trigo. Era la voz de la abuela Jacinta con una de sus coplillas nocturnas.

Sus cenizas descansan en el bancalillo de la concordia, el único lugar del valle donde crecen racimos de violetas salvajes.

Marisol Ramirez.